Toluca, México, 4 de enero del 2017.
“Nadie puede salir de los vestidores”, dijo una voz que no supe de dónde
provenía. “Están entrando a las tiendas para saquearlas y recibimos la orden de
bajar las cortinas, nadie puede salir hasta que no hayan pasado los
manifestantes. Ya desmantelaron otros comercios en el centro”, explicaba la
empleada.
Me vi entre vestidos que aún no me
había probado y el miedo a que los delincuentes me despojaran de mis
pertenencias. En esas estaba cuando un hombre abrió violentamente la cortina
del vestidor con el pretexto de buscar a su novia, pues la angustia de lo que
pudiera pasar lo había trastornado. No pensaba ni se le ocurrió preguntar nada
antes de entrar en pánico. Cuando la encontró semidesnuda, quizás ajena al
terror de los demás, se dio cuenta de que estaban atrapados en ese piso bajo y
que la amenaza del asalto los había hecho zozobrar.
Las vendedoras dijeron desde la
entrada de los probadores que avisarían cuándo salir. A pesar de la advertencia
no quise quedarme. Salí, entregué los vestidos sin habérmelos medido para ver
lo que pasaba afuera. Pero en el piso de arriba el ambiente era casi normal,
aunque las cortinas seguían abajo. Las vendedoras animaban a pagar porque no
querían que los clientes se fueran sin consumir.
Con mucho miedo pero mayor
curiosidad, me asomé por las rendijas y lo que vi me desconcertó porque no
pasaba nada.
La gente caminaba, otros comían, se
entretenían frente a los comercios y se dirigían, en ruta de choque, hacia el
miedo que había bajado aquellas cortinas. Eran los mismos que, a pesar del 20
por ciento de aumento a los combustibles, insistían en vivir con o sin
gasolinazo.
Salí y caminé sobre
la avenida Miguel Hidalgo, aún en el portal, con la intención de escapar.
Llegué a la Vicente Villada sin ver más que gente sentada en las escalinatas de
la plaza Gonzáles Arriata celebrando las bromas de los payasos, niños comiendo
helados y adolescentes compartiendo bolsas de papas. En la esquina de Hidalgo y
Villada un grupo de policías usaba radios para reportar que estaba todo en orden. Algunos se les acercaban queriendo saber
mientras otros se formaban confiadamente en los bancos, porque si la tienda de
ropa cerraba, no lo había hecho la banca mexicana, donde filas de hasta
cincuenta personas alcanzaba la entrada de otros comercios como la camisería
Men´s Fashion. Entonces subí a un taxi y me fui.
A la horda maldita nadie la había
visto.
Poco más tarde regresé al centro y lo
que encontré fue que en la avenida Hidalgo circulaban los autos apaciblemente,
aunque la mayoría de las tiendas habían cerrado.
Alacranaba una tranquilidad
sospechosa.
Volví a la tienda donde dos horas
antes me habían encerrado y pregunté cómo les había ido con los vándalos. Las
dependientas me miraron desconfiadas y en voz baja, para que no las oyera el
gerente, me dijeron que “no sabemos bien, pero los saqueadores vendrán mañana”.
Mañana. En la Noche de Reyes.
No dijeron, sin embargo, a qué hora
sería la cita salvaje, aunque su rictus denotaba seguridad, al menos la
seguridad del que sabe lo que sucederá sin duda alguna.
– Pero ustedes vieron algo- insistí.
– No los vimos, pero van a venir.
Oooqueeeiii.
Salí desilusionada de la tienda.
Esperaba un relato violento, encontrarme con el local reducido a polvo, quizás
algunos golpeado –dios no lo quiso- y, en pocas palabras, la ciudad arrasada.
Inmersa en la ficción de una guerra
que al menos en Toluca no pasaba del Facebook, me dirigí a la avenida Juárez en
busca de los saqueadores fantasmas. La luz de la esperanza se atravesó en mi
ruta porque, de pronto, una muchedumbre a la entrada del viejo centro comercial
Woolworth, prometía el Mictlán. Me acerqué para preguntar qué pasaba, por qué
estaban ahí. La tienda estaba repleta del todo.
¿Entonces? ¿Cómo? ¿Por cuáles calles
pasaron? ¿De qué me perdí? Hasta pensé que me habían cambiado la ciudad.
Y es que, en serio, la gente esperaba
en las puertas con algo en sus manos. Al principio creí que la multitud era
parte de los saqueadores rezagados, esperando su turno. Un segundo después y
desde mi amargor supuse que aguardaban por algún tipo de caridad, limosna o
sobrantes de aquellos que salían cargando empaques de superhéroes reducidos a
simple plástico.
Pero no.
Lo que tenían en las manos y
sostenían como un tesoro eran bolsas de basura. Enormes, negras, sin fondo,
necrófagas, fúnebres bolsas de basura.
Valían cinco pesos.
Cinco miserables pesos y quienes las compraban lo hacían porque no querían que
sus hijos –remember Día de Reyes- se desilusionaran si por
casualidad los vieran llegar suplantando al tal Melchor y sus socios.
Había que aprovechar.
– Cinco pesitos, señorita- dijo uno
de ellos.
Aproveché para preguntarle si había
visto a los manifestantes.
No.
Insistí y le conté mi experiencia en
la tienda de ropa.
No, no había visto nada y eso que
tenía horas vendiendo ahí.
No. Entonces no. Y no.
Seguí caminando sobre el portal, ya
ennegrecido por la tarde y la falta de luz, esas bombillas fundidas como
esferas de Navidad.
Hice un par de fotos.
Pasaban patrullas y camionetas azules
desde Instituto Literario hasta Quintana Roo presumiendo su poder. Enfrente de
la Catedral pregunté a un policía que por qué.
Él me preguntó si era fuereña, porque
si no sabría que “en Toluca nunca pasa nada. Aquí todo está tranquilo. Fue un
chisme eso de los manifestantes. Donde estuvo rudo fue por allá, por el
aeropuerto”.
Entonces –otra vez entonces- decidí
irme a casa no sin antes mirar a los portales donde no habían caminado los
vándalos aunque mañana se aparecerían y sembrarían el terror.
En las redes
sociales se hablaba de una serie de asaltos a las tiendas Aurrerá, se enviaban
videos de los saqueos, aunque apenas se reconocían cuerpos borrosos. Pensaba,
mientras los veía, ya en casa, que el miedo devora las almas, como propondría
Fassbinder en su película Angst essen Seele auf, o
por lo menos las hace meterse a su casa y no sólo no cuestionar sino aceptar lo
que los amos del país deciden y dar por hecho que el mal habita en el de
enfrente, en el de abajo y no en las cadenas departamentales, en el sistema
político y en una economía dependiente. Además de no ver que en un país donde
el robo de las tiendas Soriana, Aurrerá o Walmart no sólo consiste en elevar
los preciosos, sino en exigir, a través de las empleadas, un donativo o un
redondeo.
“Tú eres el responsable de tu avance,
de ti depende tu crecimiento”, dice el discurso de la venta. Con eso es fácil
controlar, con la constante amenaza de perder. El mensaje que se nos ha mandado
estos primeros días de enero es que siempre podrá ser peor si nos quejamos.
Porque al quejarse y manifestarse, gente mala aprovecha la oportunidad para
arrebatarnos el bienestar y la tranquilidad.
Mientras tanto, contemplemos las
revueltas fantasmas en la capital de Enrique Peña.